domingo, abril 21, 2013

III Domingo después de Pascua


Santo Evangelio según San Juan 16, 16-22.

Sermón de San Agustín, Obispo.

Durante estos días santos consagrados a la resurrección del Señor trataremos, con el auxilio de la gracia, de la resurrección de la carne. Esta, en efecto, es nuestra fe; este don nos ha sido prometido en la carne de Nuestro Señor Jesucristo; él nos precedió con su ejemplo. Lo que nos prometió para el fin de los tiempos no sólo quiso predecírnoslo; hizo más: quiso demostrarlo en su misma persona. Aquellos que viviendo en tiempo de Cristo, le vieron y le contemplaron pasmados, en la creencia de que veían un espíritu, se pudieron  convencer de la realidad de su cuerpo. No tan sólo les hablo sino que se mostró a ellos, y aun fue poco para él mostrarse visible; quiso además que le trataran y tocaran.

Y le dijo: “¿Por qué estáis turbados y cuáles son los pensamientos que agitan vuestro corazón?” pensaban ver un espíritu. Ved mis manos y mis pies; palpad y ved; puesto que el espíritu no tiene huesos y carne, como veis que yo tengo. Contra esta evidencia disputaban los hombres. ¿Qué otra cosa podían  hacer los hombres, sino aquello que es propio de ellos, es decir, disputar de las cosas de Dios, contra Dios? Porque Jesús es Dios, y ellos eran hombres. “Si bien es verdad que Dios conoce que son vanos los pensamientos de los hombres”.

En hombre terreno no tiene otra norma de su inteligencia que el testimonio de los sentidos. Cree lo que suele ver, lo que no acostumbra a ver, no lo cree. Ahora bien: Dios hace todos los milagros fuera de lo acostumbrado, porque es Dios. Ciertamente es mayor milagro el nacimiento de tantos hombres que no existían, que la resurrección de unos pocos, que ya existieron. Y con todo, estos milagros no los tenemos en cuenta, y por lo mismo que acontecen ordinariamente, no les atribuimos importancia alguna. Cristo ha resucitado, es una verdad incontestable. Constaba de un cuerpo de carne, fue suspendido en la Cruz, entregó su alma, su cuerpo fue puesto en el sepulcro. El que vivía en esa carne la resucitó; la mostró llena de vida. ¿Por qué nos admiramos? ¿Por qué no creemos? El que realizó este prodigio es Dios.

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