martes, junio 30, 2015

Misioneros del Santísimo Rosario: Misioneros del Santísimo Rosario: Misioneros del S...


Encíclica “Annum
sacrum”


de S.S. LEÓN XIII 

Consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús 

25 de mayo de 1899
DIA XXX
  Santo Tomás nos expone
largamente porque los mismos infieles están sometidos al poder de Jesucristo.
Después de haberse preguntado si el poder judiciario de Jesucristo se extendía
a todos los hombres y de haber afirmado que la autoridad judiciaria emana de la
autoridad real, concluye netamente: "Todo está sumido a Cristo en cuanto a
la potencia, aunque no lo está todavía sometido en cuanto al ejercicio mismo de
esta potencia" (Santo Tomás, III Pars. q. 30, a.4.). Este poder de
Cristo y este imperio sobre los hombres, se ejercen por la verdad, la justicia
y sobre todo por la caridad.
Pero en esta doble base
de su poder y de su dominación, Jesucristo nos permite, en su benevolencia,
añadir, si de nuestra parte estamos conformes, la consagración voluntaria. Dios
y Redentor a la vez, posee plenamente y de un modo perfecto, todo lo que
existe. Nosotros, por el contrario, somos tan pobres y tan desprovistos de
todo, que no tenemos nada que nos pertenezca y que podamos ofrecerle en
obsequio. No obstante, por su bondad y caridad soberanas, no rehúsa nada que le
ofrezcamos y que le consagremos lo que ya le pertenece, como si fuera posesión
nuestra. No sólo no rehúsa esta ofrenda, sino que la desea y la pide:
"Hijo mío, dame tu corazón" Podemos pues serle enteramente agradables
con nuestra buena voluntad y el afecto de nuestra s almas. Consagrándonos a Él,
no solamente reconocemos y aceptamos abiertamente su imperio con alegría, sino
que testimoniamos realmente que si lo que le ofrecemos nos perteneciera, se lo
ofreceríamos de todo corazón; así pedimos a Dios quiera recibir de nosotros estos
mismos objetos que ya le pertenecen de un modo absoluto. Esta es la eficacia
del acto del que estamos hablando, y este es el sentido de sus palabras.
Puesto que el Sagrado
Corazón es el símbolo y la imagen sensible de la caridad infinita de Jesucristo,
caridad que nos impulsa a amarnos los unos a los otros, es natural que nos
consagremos a este corazón tan santo. Obrar así, es darse y unirse a
Jesucristo, pues los homenajes, señales de sumisión y de piedad que uno ofrece
al divino Corazón, son referidos realmente y en propiedad a Cristo en persona.
Nos exhortamos y animamos
a todos los fieles a que realicen con fervor este acto de piedad hacia el
divino Corazón, al que ya conocen y aman de verdad. Deseamos vivamente que se
entreguen a esta manifestación, el mismo día, a fin de que los sentimientos y
los votos comunes de tantos millones de fieles sean presentados al mismo tiempo
en el templo celestial.
Pero, ¿podemos olvidar
esa innumerable cantidad de hombres, sobre los que aún no ha aparecido la luz
de la verdad cristiana? Nos representamos y ocupamos el lugar de Aquel que vino
a salvar lo que estaba perdido y que vertió su sangre para la salvación del
género humano todo entero. Nos soñamos con asiduidad traer a la vida verdadera
a todos esos que yacen en las sombras de la muerte; para eso Nos hemos enviado
por todas partes a los mensajeros de Cristo, para instruirles. Y ahora,
deplorando su triste suerte, Nos los recomendamos con toda nuestra alma y los
consagramos, en cuanto depende de Nos, al Corazón Sacratísimo de Jesús.
De esta manera, el acto
de piedad que aconsejamos a todos, será útil a todos. Después de haberlo
realizado, los que conocen y aman a Cristo Jesús, sentirán crecer su fe y su
amor hacia Él. Los que conociéndole, son remisos a seguir su ley y sus
preceptos, podrán obtener y avivar en su Sagrado Corazón la llama de la
caridad. Finalmente, imploramos a todos, con un esfuerzo unánime, la ayuda
celestial hacia los infortunados que están sumergidos en las tinieblas de la
superstición. Pediremos que Jesucristo, a Quien están sometidos "en cuanto
a la potencia", les someta un día "en cuanto al ejercicio de esta
potencia". Y esto, no solamente "en el siglo futuro, cuando impondrá
su voluntad sobre todos los seres recompensando a los unos y castigando a los
otros" (Santo Tomás, ibidem.), sino aún en esta vida mortal, dándoles la
fe y la santidad. Que puedan honrar a Dios en la práctica de la virtud, tal
como conviene, y buscar y obtener la felicidad celeste y eterna.
Una consagración así,
aporta también a los Estados la esperanza de una situación mejor, pues este
acto de piedad puede establecer y fortalecer los lazos que unen naturalmente
los asuntos públicos con Dios. En estos últimos tiempos, sobre todo, se ha
erigido una especie de muro entre la
Iglesia
y la sociedad civil. En la constitución y
administración de los Estados no se tiene en cuenta para nada la jurisdicción
sagrada y divina, y se pretende obtener que la religión no tenga ningún papel
en la vida pública. Esta actitud desemboca en la pretensión de suprimir en el
pueblo la ley cristiana; si les fuera posible hasta expulsarían a Dios de la
misma tierra.
Siendo los espíritus la
presa de un orgullo tan insolente, ¿es que puede sorprender que la mayor parte
del género humano se debata en problemas tan profundos y esté atacada por una
resaca que no deja a nadie al abrigo del miedo y el peligro? Fatalmente
acontece que los fundamentos más sólidos del bien público, se desmoronan cuando
se ha dejado de lado, a la religión. Dios, para que sus enemigos experimenten
el castigo que habían provocado, les ha dejado a merced de sus malas
inclinaciones, de suerte que abandonándose a sus pasiones se entreguen a una
licencia excesiva.
De ahí esa abundancia de
males que desde hace tiempo se ciernen sobre el mundo y que Nos obligan a pedir
el socorro de Aquel que puede evitarlos. ¿Y quién es éste sino Jesucristo, Hijo
Único de Dios, "pues ningún otro nombre ha sido dado a los hombres, bajo
el Cielo, por el que seamos salvados" (Act. 4:12). Hay que recurrir, pues,
al que es "el Camino, la
Verdad
y la
Vida
".
El hombre ha errado: que
vuelva a la senda recta de la verdad; las tinieblas han invadido las almas, que
esta oscuridad sea disipada por la luz de la verdad; la muerte se ha
enseñoreado de nosotros, conquistemos la vida. Entonces nos será permitido
sanar tantas heridas, veremos renacer con toda justicia la esperanza en la
antigua autoridad, los esplendores de la fe reaparecerán; las espadas caerán,
las armas se escaparán de nuestras manos cuando todos los hombres acepten el
imperio de Cristo y sometan con alegría, y cuando "toda lengua profese que
el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre" (Fil. 2:11).
En la época en que la Iglesia, aún próxima a sus
orígenes, estaba oprimida bajo el yugo de los Césares, un joven emperador
percibió en el Cielo una cruz que anunciaba y que preparaba una magnífica y
próxima victoria. Hoy, tenemos aquí otro emblema bendito y divino que se ofrece
a nuestros ojos: Es el Corazón Sacratísimo de Jesús, sobre él que se levanta la
cruz, y que brilla con un magnífico resplandor rodeado de llamas. En él debemos
poner todas nuestras esperanzas; tenemos que pedirle y esperar de él la
salvación de los hombres.
Finalmente, no queremos
pasar en silencio un motivo particular, es verdad, pero legítimo y serio, que
nos presiona a llevar a cabo esta manifestación. Y es que Dios, autor de todos
los bienes, Nos ha liberado de una enfermedad peligrosa. Nos queremos recordar
este beneficio y testimoniar públicamente Nuestra gratitud para aumentar los
homenajes rendidos al Sagrado Corazón.
Nos decidimos en
consecuencia, que el 9, el 10 y el 11 del mes de junio próximo, en la iglesia
de cada localidad y en la iglesia principal de cada ciudad, sean recitadas unas
oraciones determinadas. Cada uno de esos días, las Letanías del Sagrado
Corazón, aprobadas por nuestra autoridad, serán añadidas a las otras
invocaciones. El último día se recitará la fórmula de consagración que Nos os
hemos enviado, Venerables Hermanos, al mismo tiempo que estas cartas.
Como prenda de los
favores divinos y en testimonio de Nuestra Benevolencia, Nos concedemos muy
afectuosamente en el Señor la bendición Apostólica, a vosotros, a vuestro clero
y al pueblo que os está confiado.
Dado en Roma, el 25 de
mayo de 1899,el 22 de Nuestro Pontificado.





























León XIII, Papa.

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