sábado, junio 13, 2015

Misioneros del Santísimo Rosario: Misioneros del Santísimo Rosario: jueves, 4 de jun...

                                                           Cada Día
Acto de Contrición

¡Dulcísimo Corazón de Jesús, que en este
Divino Sacramento estás vivo e inflamado de amor por

nosotros! Aquí nos  tenéis en vuestra

presencia, pidiéndonos perdón de nuestra culpa e implorando vuestra

misericordia. Nos pesa ¡oh buen Jesús! de haberos ofendido, por ser
Vos tan bueno que no merecéis tal ingratitud. Concedednos

luz y gracia para meditar vuestras virtudes y formar según ellas nuestros pobre

corazón. Amén
Día XIII  
CARTA ENCÍCLICAa
HAURIETIS AQUAS
DE SU

SANTIDAD
PÍO XII
SOBRE Pentecostés
23. La misión del Espíritu Santo a los discípulos es la
primera y espléndida señal del munífico amor del Salvador, después de su
triunfal ascensión a la diestra del Padre. De hecho, pasados diez días, el
Espíritu Paráclito, dado por el Padre celestial, bajó sobre los apóstoles
reunidos en el Cenáculo, como Jesús mismo les había prometido en la última
cena: «Yo rogaré al Padre y él os dará otro consolador para que esté con
vosotros eternamente»
 [84] Jn 14, 16. El
Espíritu Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al
Hijo y el Hijo al Padre, es enviado por ambos, bajo forma de lenguas de fuego,
para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina y
de los demás carismas celestiales. Pero esta infusión de la caridad divina
brota también del Corazón de nuestro Salvador, «en el cual están encerrados
todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia»
 [85] Col 2, 3.
Esta caridad es, por lo tanto, don del Corazón de Jesús y de
su Espíritu. A este común Espíritu del Padre y del Hijo se debe, en primer
lugar, el nacimiento de la Iglesia y su propagación admirable en medio de todos
los pueblos paganos, dominados hasta entonces por la idolatría, el odio
fraterno, la corrupción de costumbres y la violencia. Esta divina caridad, don
preciosísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los
Apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica y
testimoniarla hasta con su sangre; a los Doctores de la Iglesia, aquel ardiente
celo por ilustrar y defender la fe católica; a los Confesores, para practicar
las más selectas virtudes y realizar las empresas más útiles y admirables,
provechosas a la propia santificación y a la salud eterna y temporal de los
prójimos; a las Vírgenes, finalmente, para renunciar espontánea y alegremente a
los goces de los sentidos, con tal de consagrarse por completo al amor del
celestial Esposo.
A esta divina caridad, que redunda del Corazón del Verbo
encarnado y se infunde por obra del Espíritu Santo en las almas de todos los
creyentes, el Apóstol de las Gentes entonó aquel himno de victoria, que ensalza
a la par el triunfo de Jesucristo, Cabeza, y el de los miembros de su Místico
Cuerpo sobre todo cuanto de algún modo se opone al establecimiento del divino
Reino del amor entre los hombres: «¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo?
¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo, la
persecución?, ¿la espada? ... Mas en todas estas cosas soberanamente triunfamos
por obra de Aquel que nos amó. Porque seguro estoy de que ni muerte ni vida, ni
ángeles ni principados, ni lo presente ni lo venidero, ni poderíos, ni altura,
ni profundidades, ni otra alguna criatura será capaz de separarnos del amor de
Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor»
 [86] Rom 8, 35. 37-39.
Sagrado Corazón, símbolo del amor de Cristo
24. Nada, por lo tanto, prohíbe que adoremos el Corazón
Sacratísimo de Jesucristo como participación y símbolo natural, el más
expresivo, de aquel amor inexhausto que nuestro Divino Redentor siente aun hoy
hacia el género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida
mortal; sin embargo, vive y palpita y está unido de modo indisoluble a la Persona
del Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina voluntad. Y porque el
Corazón de Cristo se desborda en amor divino y humano, y porque está lleno de
los tesoros de todas las gracias que nuestro Redentor adquirió por los méritos
de su vida, padecimientos y muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel
amor que su Espíritu comunica a todos los miembros de su Cuerpo Místico.
Así, pues, el Corazón de nuestro Salvador en cierto modo
refleja la imagen de la divina Persona del Verbo, y es imagen también de sus
dos naturalezas, la humana y la divina; y así en él podemos considerar no sólo
el símbolo, sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de
nuestra Redención. Luego, cuando adoramos el Corazón de Jesucristo, en él y por
él adoramos así el amor increado del Verbo divino como su amor humano, con
todos sus demás afectos y virtudes, pues por un amor y por el otro nuestro
Redentor se movió a inmolarse por nosotros y por toda la Iglesia, su Esposa,
según el Apóstol: «Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella,
para santificarla, purificándola con el bautismo de agua por la palabra de
vida, a fin de hacerla comparecer ante sí llena de gloria, sin mancha ni arruga
ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada»
 [87] Ef 5, 25-27.
Cristo ha amado a la Iglesia, y la sigue amando intensamente
con aquel triple amor de que hemos hablado
 [88] Cf. 1 Jn 2, 1, y ése es
el amor que le mueve a hacerse nuestro Abogado para conciliarnos la gracia y la
misericordia del Padre, «siempre vivo para interceder por nosotros»
 [89] Heb 7, 25. La plegaria que brota de su inagotable
amor, dirigida al Padre, no sufre interrupción alguna. Como «en los días de su
vida en la carne»
 [90] Ibíd. 5, 7, también
ahora, triunfante ya en el cielo, suplica al Padre con no menor eficacia; y a
Aquel que «amó tanto al mundo que dio a su Unigénito Hijo, a fin de que todos
cuantos creen en El no perezcan, sino que tengan la vida eterna»
 [91] Jn 3,
16. El muestra su Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que cuando,
ya exánime, fue herido por la lanza del soldado romano: «Por esto fue herido
[tu Corazón], para que por la herida visible viésemos la herida invisible del
amor»
 [92] S. Buenaventura, Opusc.
X Vitis mystica 3, 5: Opera Omnia; Ad
Claras Aquas
 (Quaracchi) 1898,
8, 164. -Cf. S. Th. 3, 54, 4: ed. Leon. 11 (1903) 513
.
Luego
no puede haber duda alguna de que ante las súplicas de tan grande Abogado
hechas con tan vehemente amor, el Padre celestial,
 que no
perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros
 [93]
Rom 8, 32,
por medio de El hará descender siempre sobre todos los hombres la exuberante
abundancia de sus gracias divinas.

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