domingo, junio 07, 2015

Misioneros del Santísimo Rosario: Misioneros del Santísimo Rosario: Cada DíaActo de ...

Día VII
CARTA ENCÍCLICAa
HAURIETIS AQUAS
DE SU

SANTIDAD
PÍO XII
SOBRE

EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Santos
Padres
13. Los Santos Padres, testigos
verídicos de la doctrina revelada, entendieron muy bien lo que ya el apóstol
san Pablo había claramente significado, a saber, que el misterio del amor
divino es como el principio y el coronamiento de la obra de la Encarnación y
Redención. Con frecuente claridad se lee en sus escritos que Jesucristo tomó en
sí una naturaleza humana perfecta, con un cuerpo frágil y caduco como el
nuestro, para procurarnos la salvación eterna, y para manifestarnos y darnos a
entender, en la forma más evidente, así su amor infinito como su amor sensible.
San Justino, que parece un eco
de la voz del Apóstol de las Gentes, escribe lo siguiente: «Amamos y adoramos
al Verbo nacido de Dios inefable y que no tiene principio: El, en verdad, se
hizo hombre por nosotros para que, al hacerse partícipe de nuestras dolencias,
nos procurase su remedio»
 [43] Apol. 2, 13
PG 6, 465. Y San Basilio, el primero de los tres Padres de Capadocia, afirma
que los afectos sensibles de Cristo fueron verdaderos y al mismo tiempo santos:
«Aunque todos saben que el Señor poseyó los afectos naturales en confirmación
de su verdadera y no fantástica encarnación, sin embargo, rechazó de sí como
indignos de su purísima divinidad los afectos viciosos, que manchan la pureza
de nuestra vida»
 [44] Ep. 261, 3 PG 32, 972. Igualmente, San Juan Crisóstomo, lumbrera de la
Iglesia antioquena, confiesa que las conmociones sensibles de que el Señor dio
muestra prueban irrecusablemente que poseyó la naturaleza humana en toda su
integridad: «Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera experimentado
una y más veces la tristeza»
 [45] In Io. homil.
63, 2 PG 59, 350.
Entre los Padres latinos
merecen recuerdo los que hoy venera la Iglesia como máximos Doctores. San
Ambrosio afirma que la unión hipostática es el origen natural de los afectos y
sentimientos que el Verbo de Dios encarnado experimentó: «Por lo tanto, ya que
tomó el alma, tomó las pasiones del alma; pues Dios, como Dios que es, no podía
turbarse ni morir»
 [46] De fide ad Gratianum 2, 7, 56 PL 16, 594.
En estas mismas reacciones
apoya San Jerónimo el principal argumento para probar que Cristo tomó realmente
la naturaleza humana: «Nuestro Señor se entristeció realmente, para poner de
manifiesto la verdad de su naturaleza humana»
 [47] Cf. Super
Mt
 26, 37 PL 26, 205.
Particularmente, San Agustín
nota la íntima unión existente entre los sentimientos del Verbo encarnado y la
finalidad de la Redención humana: «Jesús, el Señor, tomó estos afectos de la
humana flaqueza, lo mismo que la carne de la debilidad humana, no por
imposición de la necesidad, sino por consideración voluntaria, a fin de
transformar en sí a su Cuerpo que es la Iglesia, para la que se dignó ser Cabeza;
es decir, a fin de transformar a sus miembros en santos y fieles suyos; de
suerte que, si a alguno de ellos le aconteciere contristarse y dolerse en las
tentaciones humanas, no se juzgase por esto ajeno a su gracia, antes
comprendiese que semejantes afecciones no eran indicios de pecados, sino de la
humana fragilidad; y como coro que canta después del que entona, así también su
Cuerpo aprendiese de su misma Cabeza a padecer»
 [48] Enarr. in Ps. 87, 3 PL 37, 1111.
Doctrina de la Iglesia, que con
mayor concisión y no menor fuerza testifican estos pasajes de san Juan
Damasceno: «En verdad que todo Dios ha tomado todo lo que en mí es hombre, y
todo se ha unido a todo para procurar la salvación de todo el hombre. De otra
manera no hubiera podido sanar lo que no asumió»
 [49] De fide orth. 3, 6 PG 94, 1006. «Cristo, pues, asumió los elementos todos que componen
la naturaleza humana, a fin de que todos fueran santificados»
 [50] Ibíd. 3, 20 PG 94, 1081.
Corazón
físico
14. Es, sin embargo, de razón
que ni los Autores sagrados ni los Padres de la Iglesia que hemos citado y
otros semejantes, aunque prueban abundantemente que Jesucristo estuvo sujeto a
los sentimientos y afectos humanos y que por eso precisamente tomó la
naturaleza humana para procurarnos la eterna salvación, no refieran
expresamente dichos afectos a su corazón físicamente considerado, hasta hacer
de él expresamente un símbolo de su amor infinito.
Por más que los evangelistas y
los demás escritores eclesiásticos no nos describan directamente los varios
efectos que en el ritmo pulsante del Corazón de nuestro Redentor, no menos vivo
y sensible que el nuestro, se debieron indudablemente a las diversas
conmociones y afectos de su alma y a la ardentísima caridad de su doble
voluntad —divina y humana—, sin embargo, frecuentemente ponen de relieve su
divino amor y todos los demás afectos con él relacionados: el deseo, la
alegría, la tristeza, el temor y la ira, según se manifiestan en las
expresiones de su mirada, palabras y actos. Y principalmente el rostro adorable
de nuestro Salvador, sin duda, debió aparecer como signo y casi como espejo
fidelísimo de los afectos, que, conmoviendo en varios modos su ánimo, a
semejanza de olas que se entrechocan, llegaban a su Corazón santísimo y
determinaban sus latidos. A la verdad, vale también a propósito de Jesucristo,
cuanto el Doctor Angélico, amaestrado por la experiencia, observa en materia de
psicología humana y de los fenómenos de ella derivados: «La turbación de la ira
repercute en los miembros externos y principalmente en aquellos en que se
refleja más la influencia del corazón, como son los ojos, el semblante, la
lengua»
 [51] 1. 2.ae 48, 4: ed. Leon. 6 (1891) 306.

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