La Iglesia de la que es figura la viuda de Naím, se perfila en el horizonte: el Salvador hace que revivan a la gracia sus hijos sumergidos en la muerte del pecado, como hizo se levantara el hijo de la madre en lágrimas.
Llámase este domingo el del hijo de la viuda de Naím, cuya milagrosa resurrección es el asunto del Evangelio de la Misa. La Epístola de este día es continuación de la que se leyó en la Dominica precedente. San Pablo da en ella instrucciones circunstanciadas acerca de la moral cristiana, con tal precisión, que en pocas palabras indican las normas que en su conducta han de observar los fieles. La vida espiritual, vida de pureza y santidad, de caridad y buenas obras, de sinceridad y buena conciencia, delante de Dios y de los hombres, esto es lo que el Apóstol predica y nosotros debemos practicar con el auxilio divino.
El Introito es una corta pero afectuosa oración que el alma dirige a Dios, animada de una vida confianza en su misericordia. El Evangelio nos recuerda un pensamiento muy saludable, el pensamiento de la muerte. Como el grupo de los que acompañaban al hijo difunto de la viuda de Naím, detengámonos algunos instantes delante del cadáver de ese joven muerto en la flor de la vida, pidiendo al Señor que, así como se le restituyó con el poder de su divina palabra, haga renacer en nuestro espíritu toda las presuntas enseñanzas que este espectáculo se desprenden. Supliquemos que de nuevo llamé a la vida de la gracia a tantos que de ella están privados, que el Sacramento de su Cuerpo y
Sangre nos proteja contra los ataques diabólicos (Secreta), y que su operación así se muestre en nuestras almas y en nuestros cuerpos, que no sea la sensualidad sino la virtud divina del Sacramento, la que gobierne y dirija nuestras obras y sentimientos, como le suplicamos en la Poscomunión
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