La lección ha de ser ésta: Así como se asegura este hombre su porvenir, así debéis vosotros aseguraros la eternidad, poniendo en ello un celo no menor.
En la Oración de la presente Domínica pedimos al Señor una gracia que es para nosotros manantial perenne de los más saludables bienes: la de pensar siempre lo que es más recto y santo. ¿Por qué tantos viven sumergidos en los más abominables vicios, esclavos de las más degradantes pasiones? Porque su entendimiento jamás se eleva a la consideración de aquellas verdades que les harían conocer su dignidad de cristianos, su origen nobilísimo, su fin sublime. El fin de los que viven según la carne, nos lo indica el Apóstol en la Epístola dos: Si viviereis según la carne, dice, moriréis. Nada debemos amar tanto como la vida sobrenatural, la vida de la gracia. Esta exige la mortificación. Mortificando nuestros deseos desordenados, elevándonos a la consideración de las verdades cristianas, conservaremos la verdadera vida de nuestras almas, que es la vida de la gracia. Cuando nuestras pasiones quieran apartarnos de la práctica de nuestros deberes cristianos, recordemos la cuenta que algún día nos pedirá Dios de todos nuestros actos, de cuanto hemos recibido de El. Esta verdad nos inculca el Evangelio de la presente Domínica. Si siempre la tuviéramos presente, nuestra vida sería santa, perfecta.
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