domingo, julio 14, 2013

VIII Domingo después de Pentecostés

La lección ha de ser  ésta: Así como se  asegura este hombre  su porvenir, así debéis  vosotros aseguraros la  eternidad, poniendo  en ello un celo no menor.

En la Oración de la presente Domínica pedimos al Señor una gracia que es para nosotros manantial perenne de los más saludables bienes: la de pensar siempre lo que es más recto y santo. ¿Por qué tantos viven sumergidos en los más abominables vicios,  esclavos de las más degradantes pasiones? Porque su entendimiento  jamás se eleva a la consideración de aquellas verdades que les harían  conocer su dignidad de cristianos, su origen nobilísimo, su fin  sublime. El fin de los que viven según la carne, nos lo indica el Apóstol  en la Epístola dos: Si viviereis según la carne, dice, moriréis. Nada debemos amar tanto como la vida sobrenatural, la vida de la  gracia. Esta exige la mortificación. Mortificando nuestros deseos  desordenados, elevándonos a la consideración de las verdades cristianas, conservaremos la verdadera vida de nuestras almas, que es la vida de la gracia. Cuando nuestras pasiones quieran apartarnos de la práctica de nuestros deberes cristianos, recordemos la cuenta que algún día nos pedirá Dios de todos nuestros actos, de cuanto hemos recibido de El.  Esta verdad nos inculca el Evangelio de la presente Domínica. Si siempre la tuviéramos presente, nuestra vida sería santa, perfecta.


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