domingo, marzo 03, 2013

III Domingo de Cuaresma


Santo Evangelio según San Lucas 11, 14-28

Se toma la Homilía comentando Génesis 37, 2-10.
Del Libro de San Ambrosio Obispo, sobre el Patriarca José.

La vida de los santos es norma de vida para los demás. Por lo mismo se nos dan de ellas noticias más completas en la Sagrada Escritura, a fin de que conociendo a Abrahán, Isaac, Jacob y los demás justos como modelos de inocencia, imitemos sus virtudes y sigamos sus huellas. Habiendo tratado frecuentemente de ellos, hoy me propongo ocuparme de la historia de José, la cual si bien resplandece en todo género de virtudes, no obstante brilla con todo esplendor por su castidad. Justo es por lo tanto que habiendo admirado en Abrahán la gran fe, en Isaac la pureza de intención, y en Jacob la fortaleza y paciencia en los trabajos, después de la consideración general de las virtudes, pase el alma a considerar atentamente sus caracteres especiales.

Consideremos, por lo tanto, al santo Patriarca José como modelo de castidad. En sus costumbres, en sus actos resplandece la pureza y como compañera de las castidad, brilla la gracia. Por esto, sus mismos padres le amaban más que a sus otros hijos. Pero esta predilección fue incentivo de la envidia de sus hermanos, lo cual no debemos pasar por alto, porque de ahí arranca el argumento de su historia, y al propio tiempo para que advirtamos que el varón perfecto no debe moverse por la envidia y por el deseo de vengar las injurias y de volver mal por mal. Por lo cual David dice: “Si devolví males a los que me los habían causado, caiga yo delante de mis enemigos”.

Mas ¿en qué habría merecido José ser preferido a los demás, si hubiera causado daño a los que le maltrataron, o hubiera amad a los que le amaban? Esto es a la verdad lo que muchos practican; mas los verdaderamente admirable consiste amar a los enemigos. Y esto es precisamente lo que nos enseña nuestro Salvador. José es, pues, verdaderamente digno de admiración, ya que perdonando a los que le habían ofendido, olvidando la injuria que le infirieran, no tomando venganza alguna contra los que le habían vendido, y pagando el ultraje con beneficios, practicó antes del Evangelio un precepto que, después del Evangelios aprendemos todos sin que podamos practicarlo. Sepamos, pues, que los santos tuvieron que sufrir por causa de la envidia, a fin de que imitemos su paciencia; reconozcamos que no fueron de una naturaleza superior a la nuestra, sino más cumplidores del deber: que no estuvieron libres de las malas inclinaciones, sino que se corrigieron de sus defectos. Si la llama de la envidia no respeto ni a los santos, ¿Cuánto más hay que precaverse para que no queme a los pecadores? 

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