domingo, septiembre 16, 2012

XVI Domingo después Pentecostés


Evangelio según San Lucas 14, 1-11.

Homilía de San Ambrosio, Obispo.

He ahí, en primer lugar, la curación de un hidrópico en quien el peso de la carne entorpecía los movimientos del alma y extinguía el ardor del espíritu. Viene después una lección de humildad, cuando el Señor condena, con ocasión del banquete nupcial, a los que eligen los primeros puestos. Ello no obstante, lo hizo con suavidad deseoso de mitigar con su bondad persuasiva la severidad de la reprimenda, de convencerlos mediante razones y de que la corrección aplicada sirviera para moderar su ambición. Esta lección de humildad va acompañada de una lección de misericordia, y las palabras del Señor nos demuestran que la misericordia digna de ese nombre debe practicarse con los pobres y los débiles; porque ser hospitalarios con los que recompensan la hospitalidad, antes denota ser avaros que no caritativos.

Finalmente, a uno de los convidados, como a un veterano que ha cumplido sus años de servicio, da Jesucristo por recompensa el precepto de despreciar las riquezas, ya que el reino de los cielos no puede ser adquirido ni por aquel que, enteramente entregado a las cosas de aquí bajo, ha comprado posesiones terrenales, ya que el Señor dijo: “Vende cuanto tienes y sígueme”; ni por aquel que compró bueyes (ya que Elíseo degolló y distribuyo los que tenía); ni, en fin, por aquel que habiendo tomado mujer, se preocupa de las cosas de este mundo, y no de las de Dios. Cierto que no se intenta condenar el estado conyugal, pero se afirma que la virginidad ha sido llamada a un honor más alto que las nupcias, “porque la mujer soltera o virgen, piensa en las cosas de Dios, para ser santa en cuerpo y alma”.

Mas, para conquistarnos ahora la amistad de las personas casadas, como más arriba nos hemos conciliado la de las viudas, digamos que no estamos lejos de la opinión de muchos intérpretes que estiman que las tres clases de hombres excluidos de las participación en el gran festín son: los paganos, los judíos y los herejes. Y por esto el Apóstol nos manda huir de la avaricia, por miedo de que engolfados, como los gentiles, en la iniquidad, la malicia, la impudicia y la avaricia, no podemos llegar al reino de Cristo. “Porque ningún impúdico, o avariento, vicios que implican una idolatría, será heredero del reino de Cristo y de Dios”.

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