domingo, mayo 20, 2012

Domingo después de la Ascensión del Señor


Evangelio según San Juan 15, 26-27; 16, 1-4

Homilía de San Agustín, Obispo.
El Señor Jesús, en el sermón que dirigió a sus discípulos después de la cena, cercano ya a la pasión, debiendo partir y habiendo de privarles de su presencia corporal, por más que, por su presencia espiritual permanecería entre todos los suyos hasta la consumación de los siglos; el Señor Jesús, en aquel discurso les exhortó a soportar las persecuciones de los impíos, a quienes designó con el nombre del mundo. Del seno de este mundo, con todo había elegido a sus discípulos; se lo declaró a fin de que supieran que ellos eran lo que eran por la gracia de Dios; y que por sus vicios fueron lo que habían sido.

Después anunció claramente que los judíos serían sus perseguidores y los de sus discípulos, a fin de que quedara bien sentado que los que perseguían a los santos están comprendidos en esta denominación de mundo condenable. Y después de decir que ellos desconocían al que le envió, y que, no obstante, odiaban al Hijo y al Padre, es decir, al que había sido enviado, llegó al pasaje en que dice: “Para que se cumpla lo que está escrito: Me odiaron sin motivo”.

Después, como consecuencia, añadió aquello que de apoco empezamos ha tratar: “Cuando viniere el Consolador, que yo os enviaré del Padre, Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí, y vosotros también daréis testimonio, puesto que desde el principio esta en mi compañía”. Ahora bien, ¿cómo puede entenderse esto con relación a lo que antes había dicho: Más ahora me han visto y me han aborrecido a mí y a mi Padre; por donde se viene a cumplir la sentencia escrita en su Ley: Me han aborrecido sin causa alguna?” ¿Acaso porque cuando vino el Paráclito este Espíritu de verdad, convenció con testimonios más evidentes a los que, habiendo visto sus obras, le aborrecieron? Hizo más aun: ya que manifestándose a aquellos, convirtió a la fe, que obra mediante la caridad, algunos de aquellos que habían visto, cuyo odio perduraba.

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