jueves, julio 06, 2017

SANTO TOMÁS MORO, MÁRTIR 
     Vidas de los Santos de A. Butler
SANTO TOMÁS MORO, MÁRTIR - Vidas de los Santos de A. Butler
Al principio y al fin de la monarquía medieval en Inglaterra se yerguen las figuras conmovedoras de dos mártires. El uno dio su vida para mantener libre a la Iglesia de los ataques de la monarquía durante tres siglos y medio. El otro murió por defender a la Iglesia de los ataques del rey. Ambos se llamaban Tomás y los dos fueron cancilleres del reino, favoritos de un monarca y ambos amaron a Dios más que al rey. Esta serie de coincidencias es extraordinaria. Y, si la semejanza entre los dos mártires se desvanece cuando se los estudia más de cerca, es sobre todo, en razón de las diferencias que hay entre el siglo XII y el pleno Renacimiento del siglo XVI, entre el estado clerical, al que pertenecía Tomás Becket y el estado laico de Tomás Moro.
La pérdida de sus emolumentos dejó a Moro casi en la pobreza. Al verse obligado a reducir su tren de vida, reunió a toda su familia y le expuso con buen humor la situación, como lo demuestran las palabras con que puso fin a la reunión: «Por consiguiente, tal vez nos veremos obligados a reunir todas las bolsas que hay en la casa para ir juntos a pedir limosna, con la esperanza de que algunas buenas gentes se compadezcan de nosotros. O si no, para mantenernos unidos y contentos, podremos cantar de puerta en puerta la Salve Regina». Moro vivió en la oscuridad dieciocho meses, entregado a la composición de sus obras, y se negó a asitir a la coronación de Ana Bolena. Pero sus enemigos no perdían ninguna ocasión de molestarle y lograron complicarle en el caso de Isabel Barton, "la santa doncella de Kent", de suerte que el nombre de Moro figuró en el acta de acusación. Los lores decidieron entonces oír la defensa de Moro; pero Enrique VIII, a quien no convenía esa perspectiva, mandó suprimir las acusaciones contra el santo. Sin embargo, no estaba lejano el día de la prueba definitiva. El 30 de marzo de 1534, se publicó el Acta de Sucesión, que obligaba a todos los subditos del rey a reconocer los derechos al trono de los hijos que tuviese con Ana Bolena. Poco después, se añadió en la misma Acta que el matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón había sido invalidado, que el matrimonio con Ana Bolena era el único válido y que «ninguna autoridad extranjera, así príncipe como potentado» tenía derecho a inmiscuirse en el asunto. Quien se opusiera a dicha Acta, era reo de alta traición. Por otra parte, apenas una semana antes, el Papa Clemente VII había declarado la validez del matrimonio de Enrique VIII y Catalina de Aragón. Muchos católicos prestaron el juramento apoyados en la cláusula restrictiva: "en cuanto la ley de Cristo lo permite". El 13 de abril, en Lambeth, una comisión presentó el juramento a Tomás Moro y al obispo Juan Fisher para que lo firmasen; pero ambos se rehusaron a hacerlo. Sir Thomas fue confiado a la custodia del abad de Westminster. Cranmer trató de persuadir al rey de que negociase un compromiso, pero el monarca se negó a ello. Como Tomás Moro se negase por segunda vez a firmar el juramento, fue encarcelado en la Torre de Londres, a pesar de la ilegalidad de dicho procedimiento.
Tomás Moro pasó quince meses en la Torre de Londres. Dos cosas le distinguieron en ese período: la serenidad con que sobrellevó la injusticia del soberano y el tierno amor que mostró por Margarita, la mayor de sus hijas. Ambos rasgos aparecen en cada línea de las cartas que escribió a su hija y en las que recibió de ella. Citemos un hermoso pasaje que nos transmite Roper: «En realidad, Margarita, estoy aquí tan bien como en mi casa, porque Dios, que me hizo un niño travieso, me guarda contra su corazón y me acaricia como a un pequeñuelo». La familia de Moro trató de obtener el perdón del rey, pero todo fue inútil. Como se le prohibiese recibir visitas, Moro empezó a escribir el «Diálogo del consuelo en la tribulación», que es la mejor de sus obras espirituales. Un escritor francés, el P. Brémond, le considera como un predecesor de san Francisco de Sales, y W. H. Hutton ve en él un antecesor de Jeremías Taylor. En noviembre, se aprobó la acusación de traición que se le había hecho y la Corona confiscó todas las tierras que le había concedido. Moro quedó, pues, reducido casi a la miseria, pues su única renta era una pensión muy modesta de la Orden de San Juan de Jerusalén. La esposa del santo tuvo que vender sus vestidos para procurarle lo necesario y en vano pidió dos veces clemencia al rey, alegando la pobreza y mala salud de su marido. El l de febrero de 1535, entró en vigor el Acta de Supremacía, la cual declaraba al rey «único jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra» y reos de traición a los que negasen esa supremacía. En abril, Cromwell fue a visitar en la prisión a Tomás Moro para preguntarle su opinión sobre el Acta, pero el santo se negó a responder. El 4 de mayo, Margarita fue a visitar por última vez a su padre y juntos vieron partir al cadalso a los tres primeros cartujos y a sus compañeros. Moro dijo a su hija: «¡Mira qué contentos van al martirio esos santos, Margarita! Al verlos tan felices se creería que son novios que van a casarse... En cambio a tu padre, como Dios sabe la vida de pecado que ha llevado, no le llama todavía a la eterna felicidad, sino que le deja un poco más en el sufrimiento de las miserias de esta vida». Unos cuantos días después, Cromwell volvió a la Torre de Londres, acompañado de otros funcionarios para interrogar de nuevo a Moro acerca del Acta. Como el santo se negase a responder, Cromwell le echó en cara su falta de valor. Moro respondió: «Como no he llevado la vida de santidad que debería haber llevado, no me atrevo a ofrecerme espontáneamente a la muerte, no sea que Dios castigue mi presunción dejándome caer».
El 19 de junio, sufrieron el martirio otros tres cartujos. El 22, fiesta de san Albano, protomártir de Inglaterra, san Juan Fisher fue decapitado en Tower Hill. Tomás Moro fue convocado a juicio en Westminster Hall nueve días más tarde. Como estaba muy débil, se le permitió sentarse. Se le acusó de haberse opuesto al Acta de Supremacía en sus conversaciones con los miembros del consejo real que habían ido a visitarle en la prisión y en una charla imaginaria con el procurador general Rich. Tomás respondió que jamás había hablado con nadie de su opinión sobre el Acta y que Rich juraba en falso. Termino su defensa con estas palabras: «Vuestras Señorías deben comprender que, en las cosas de conciencia, todo subdito leal y bueno del rey tiene que pensar en su conciencia y en su alma por encima de todas las cosas del mundo...» El tribunal le declaró culpable y le condenó a muerte. Entonces Moro se decidió a hablar con claridad: empezó por negar categóricamente que «un señor temporal pudiese o debiese ser el jefe espiritual» y terminó por decir que, así como san Pablo había perseguido a san Esteban «y sin embargo los dos son santos del cielo y serán eternamente amigos, así yo pido y espero que, aunque Vuestras Señorías hayan sido mis jueces en la tierra y me hayan condenado, nos reunamos un día en el cielo para toda la eternidad». De vuelta a la Torre de Londres, se despidió de su hijo y de su hija. Roper nos dejó una conmovedora descripción de la escena. Cuatro días más tarde, envió a Margarita su camisa de pelo y una carta que decía entre otras cosas: «Me da gusto que tu amor filial y tu caridad no hayan hecho caso de la vana cortesía mundana» (La mayor parte de la reliquia que acabamos de mencionar se halla en el convento de las Canonesas de San Agustín de Newton Abbot, que fundó en Lovaina Margarita Clement, nieta de Moro).
En la madrugada del martes 6 de julio, Sir Thomas Pope fue a comunicar al santo que su ejecución tendría lugar a las nueve de aquella mañana (el rey había conmutado la setencia de la horca y el descuartizamiento por la decapitación). Tomás dio las gracias a su antiguo amigo, le consoló como pudo y le dijo que pediría por el rey. Vestido con su mejor traje, Moro caminó a pie hasta Tower Hill. En el camino habló con varias personas y, al subir al cadalso, dijo unas palabras graciosas al jefe de la guardia. En seguida rogó al pueblo que orase por él y declaró que moría por la Iglesia católica y que era «un buen súbdito del rey pero, ante todo, de Dios». Después recitó el «Miserere», besó y alentó al verdugo, se vendó los ojos y acomodó su barba. La cabeza del santo rodó al primer golpe. Tomás Moro tenía entonces cincuenta y siete años. Su cuerpo fue enterrado en la iglesia de San Pedro ad Vincula, en el interior de la Torre de Londres. Su cabeza estuvo expuesta en el Puente de Londres. Después la reclamó Margarita Roper, quien la depositó en el sepulcro de la familia en la iglesia de San Dunstano.
Moro fue beatificado con otros mártires ingleses en 1886. Su canonización tuvo lugar en 1935. Como lo ha hecho notar más de un autor, si Moro no hubiese sido mártir, habría merecido la canonización como confesor. Algunos santos han llegado al honor de los altares por haber lavado con su sangre una vida de indiferencia y aun de pecado. No así Tomás Moro, quien fue durante toda su vida un hombre de Dios y vivió su propia oración: «Concédeme, Señor, el deseo de estar contigo, no para evitar las penas de este valle de lágrimas, ni para librarme de las penas del pugatorio y del infierno, ni para gozar egoístamente del cielo prometido, sino simplemente por amor a Ti». Así vivió Moro, no en la quietud del claustro, sino en pleno mundo, en su casa, con su familia, entre humanistas y abogados, en los tribunales, en las cortes de justicia y en la corte real.

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