Mucho se escribió y habló antes de que llegara el año mil. El siglo X fue un siglo oscuro. Los milenaristas apuntaban, con voces catastróficas, terribles males que nunca existieron más que en sus mentes enfermizas. Por el contrario pronto abundaron hombres prodigiosos que merecieron renombre universal y eterno. Uno de ellos San Bruno, al que se le ha cantado como «el padre de los solitarios». «Restaurador de la vida solitaria». «El santo del ora et labora». «La luz de la Iglesia», «Ornamento del siglo XI». «Flor del clero y gloria de Francia y Alemania».
De la gloriosa estirpe de los Ubior nació el 1030 en Colonia, Alemania. Sus padres al nacer su hijo pronosticaron que el Señor sería glorificado y no se equivocaron. Recibió una esmerada educación cristiana y científica. Frecuentó las mejores y más renombradas Universidades de su tiempo llamando la atención por su despierta inteligencia y por su gran bondad. Ya de joven estudiante le apellidaban como «Bruno el santo» y «Bruno el sabio». Fue llamado por el arzobispo de Reims para que aceptara una canongía primero y una cátedra después. En cuantas encomiendas le confiaban sobresalía por la seriedad y entrega que en ello ponía.
Una piadosa tradición cuenta que la vocación a la soledad y silencio y a la austerísima vida que desde este tiempo abraza Bruno se debió a un hecho prodigioso: Se celebraban los funerales por un ilustre profesor de la Universidad de París y mientras la Misa se levantó del ataúd el difunto y ordenó que lo sacaran de aquel lugar sagrado y lo arrojasen a un muladar porque por sus muchos pecados no arrepentidos estaba condenado por justos juicios de Dios. Esto se grabó hondamente en el corazón de Bruno y decidió abandonar el mundo con todas sus dignidades y entregarse a la oración, soledad y maceración de su cuerpo.
Poco antes Bruno, siendo todavía muy joven ya había abierto una cátedra que pronto llegó a llamar la atención por la sabiduría y santidad que entre aquellos muros corría. Era un sabio y un santo quien dirigía aquellas aulas y era lógico que el fruto pronto se dejara ver. Entre sus discípulos se contarían santos y sabios y hasta un Papa, Urbano II.
Su discípulo Hugo, después elegido Obispo de Grenoble, tuvo una visión o sueño que no sabía interpretar pero pronto salió de la duda. Vio cómo en el desierto de la Cartuja -terreno de su diócesis- descendían del cielo siete estrellas y unos ángeles llevaban un templo en las manos. Poco después se postraba ante él Bruno acompañado de seis compañeros más y solicitaba de su antiguo discípulo permiso para establecerse en aquel desierto. Así nació la Cartuja primera de la historia a la que seguirían muchas otras llamando siempre la atención por la observancia y austeridad de vida: soledad, silencio perpetuo, abstinencia de carnes, oración continuada, tierna devoción a la Virgen María...
El Papa, los obispos, las gentes en general, quedan profundamente impresionados cuando conocen la rigurosidad de estas vidas que parecen más de ángeles que de hombres. El Papa llama a Roma a Bruno. Quiere tenerlo cerca de sí y también intenta mitigar aquella dureza de vida. El Santo fundador se opone y convence al Santo Padre que aquel es camino inspirado por Dios y que puede muy bien llevarse con las fuerzas humanas y la ayuda de la gracia que nunca falta. Bruno vuelve a la Cartuja y cada día se engolfa más y más en su Dios. Su exclamación más favorita será «¡Oh Bonitas, Oh Bondad de Dios... «. Ella será el suspiro de un alma que nada tiene ya con el mundo si no es para llevar a sus hermanos a Dios. Era el 6 de octubre de 1101 cuando partía para la eternidad.