Cada Día
Acto de Contrición
¡Dulcísimo Corazón de Jesús, que en este
Divino Sacramento estás vivo e inflamado de amor por
nosotros! Aquí nos tenéis en vuestra
presencia, pidiéndonos perdón de nuestra culpa e implorando vuestra
misericordia. Nos pesa ¡oh buen Jesús! de haberos ofendido, por ser
Vos tan bueno que no merecéis tal ingratitud. Concedednos
luz y gracia para meditar vuestras virtudes y formar según ellas nuestros pobre
corazón. Amén
Divino Sacramento estás vivo e inflamado de amor por
nosotros! Aquí nos tenéis en vuestra
presencia, pidiéndonos perdón de nuestra culpa e implorando vuestra
misericordia. Nos pesa ¡oh buen Jesús! de haberos ofendido, por ser
Vos tan bueno que no merecéis tal ingratitud. Concedednos
luz y gracia para meditar vuestras virtudes y formar según ellas nuestros pobre
corazón. Amén
Día V
CARTA ENCÍCLICAa
HAURIETIS AQUAS
DE SU
SANTIDAD
SANTIDAD
PÍO XII
SOBRE
EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
II.
NUEVO TESTAMENTO TRADICIÓN
NUEVO TESTAMENTO TRADICIÓN
9. Pero tan sólo por los
Evangelios llegamos a conocer con perfecta claridad que la Nueva Alianza
estipulada entre Dios y la humanidad —de la cual la alianza pactada por Moisés entre
el pueblo y Dios, fue tan solo una prefiguración simbólica, y el vaticinio de
Jeremías una mera predicción— es la misma que estableció y realizó el Verbo
Encarnado, mereciéndonos la gracia divina. Esta Alianza es incomparablemente
más noble y más sólida, porque a diferencia de la precedente, no fue sancionada
con sangre de cabritos y novillos, sino con la sangre sacrosanta de Aquel a
quienes aquellos animales pacíficos y privados de razón prefiguraban: «el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» [26] Cf. Jn 1, 29; Heb 9, 18-28; 10, 1-17. Porque la Alianza cristiana, más
aún que la antigua, se manifiesta claramente como un pacto fundado no en la
servidumbre o en el temor, sino en la amistad que debe reinar en las relaciones
entre padres e hijos. Se alimenta y se consolida por una más generosa efusión
de la gracia divina y de la verdad, según la sentencia del evangelista san
Juan: «De su plenitud todos nosotros recibimos, y gracia por gracia. Porque la
ley fue dada por Moisés, mas la gracia y la verdad por Jesucristo han venido» [27] Jn 1,
16-17.
Evangelios llegamos a conocer con perfecta claridad que la Nueva Alianza
estipulada entre Dios y la humanidad —de la cual la alianza pactada por Moisés entre
el pueblo y Dios, fue tan solo una prefiguración simbólica, y el vaticinio de
Jeremías una mera predicción— es la misma que estableció y realizó el Verbo
Encarnado, mereciéndonos la gracia divina. Esta Alianza es incomparablemente
más noble y más sólida, porque a diferencia de la precedente, no fue sancionada
con sangre de cabritos y novillos, sino con la sangre sacrosanta de Aquel a
quienes aquellos animales pacíficos y privados de razón prefiguraban: «el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» [26] Cf. Jn 1, 29; Heb 9, 18-28; 10, 1-17. Porque la Alianza cristiana, más
aún que la antigua, se manifiesta claramente como un pacto fundado no en la
servidumbre o en el temor, sino en la amistad que debe reinar en las relaciones
entre padres e hijos. Se alimenta y se consolida por una más generosa efusión
de la gracia divina y de la verdad, según la sentencia del evangelista san
Juan: «De su plenitud todos nosotros recibimos, y gracia por gracia. Porque la
ley fue dada por Moisés, mas la gracia y la verdad por Jesucristo han venido» [27] Jn 1,
16-17.
Introducidos por estas palabras
del discípulo «al que amaba Jesús, y que, durante la Cena, reclinó su cabeza
sobre el pecho de Jesús» [28]
Ibíd., 21, en el mismo misterio de la infinita caridad del Verbo Encarnado, es
cosa digna, justa, recta y saludable, que nos detengamos un poco, venerables
hermanos, en la contemplación de tan dulce misterio, a fin de que, iluminados
por la luz que sobre él proyectan las páginas del Evangelio, podamos también
nosotros experimentar el feliz cumplimiento del deseo significado por el
Apóstol a los fieles de Éfeso: «Que Cristo habite por la fe en vuestros
corazones, de modo que, arraigados y cimentados en la caridad, podáis
comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y
la profundidad, hasta conocer el amor de Cristo, que sobrepuja a todo
conocimiento, de suerte que estéis llenos de toda la plenitud de Dios»[29]
Ef 3, 17-19.
del discípulo «al que amaba Jesús, y que, durante la Cena, reclinó su cabeza
sobre el pecho de Jesús» [28]
Ibíd., 21, en el mismo misterio de la infinita caridad del Verbo Encarnado, es
cosa digna, justa, recta y saludable, que nos detengamos un poco, venerables
hermanos, en la contemplación de tan dulce misterio, a fin de que, iluminados
por la luz que sobre él proyectan las páginas del Evangelio, podamos también
nosotros experimentar el feliz cumplimiento del deseo significado por el
Apóstol a los fieles de Éfeso: «Que Cristo habite por la fe en vuestros
corazones, de modo que, arraigados y cimentados en la caridad, podáis
comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y
la profundidad, hasta conocer el amor de Cristo, que sobrepuja a todo
conocimiento, de suerte que estéis llenos de toda la plenitud de Dios»[29]
Ef 3, 17-19.
10. En efecto, el misterio de
la Redención divina es, ante todo y por su propia naturaleza, un misterio de
amor; esto es, un misterio del amor justo de Cristo a su Padre celestial, a
quien el sacrificio de la cruz, ofrecido con amor y obediencia, presenta una
satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano:
«Cristo sufriendo, por caridad y obediencia, ofreció a Dios algo de mayor valor
que lo que exigía la compensación por todas las ofensas hechas a Dios por el
género humano» [30] Sum. theol. 3, 48, 2: ed. Leon. 11 (1903) 464. Además, el misterio de la Redención
es un misterio de amor misericordioso de la augusta Trinidad y del Divino
Redentor hacia la humanidad entera, puesto que, siendo esta del todo incapaz de
ofrecer a Dios una satisfacción condigna por sus propios delitos [31] Cf. enc. Miserentissimus
Redemptor: AAS 20 (1928) 170, Cristo,
mediante la inescrutable riqueza de méritos, que nos ganó con la efusión de su
preciosísima Sangre, pudo restablecer y perfeccionar aquel pacto de amistad
entre Dios y los hombres, violado por vez primera en el paraíso terrenal por
culpa de Adán y luego innumerables veces por las infidelidades del pueblo
escogido.
la Redención divina es, ante todo y por su propia naturaleza, un misterio de
amor; esto es, un misterio del amor justo de Cristo a su Padre celestial, a
quien el sacrificio de la cruz, ofrecido con amor y obediencia, presenta una
satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano:
«Cristo sufriendo, por caridad y obediencia, ofreció a Dios algo de mayor valor
que lo que exigía la compensación por todas las ofensas hechas a Dios por el
género humano» [30] Sum. theol. 3, 48, 2: ed. Leon. 11 (1903) 464. Además, el misterio de la Redención
es un misterio de amor misericordioso de la augusta Trinidad y del Divino
Redentor hacia la humanidad entera, puesto que, siendo esta del todo incapaz de
ofrecer a Dios una satisfacción condigna por sus propios delitos [31] Cf. enc. Miserentissimus
Redemptor: AAS 20 (1928) 170, Cristo,
mediante la inescrutable riqueza de méritos, que nos ganó con la efusión de su
preciosísima Sangre, pudo restablecer y perfeccionar aquel pacto de amistad
entre Dios y los hombres, violado por vez primera en el paraíso terrenal por
culpa de Adán y luego innumerables veces por las infidelidades del pueblo
escogido.
Por lo tanto, el Divino
Redentor, en su cualidad de legítimo y perfecto Mediador nuestro, al haber
conciliado bajo el estímulo de su caridad ardentísima hacia nosotros los
deberes y obligaciones del género humano con los derechos de Dios, ha sido, sin
duda, el autor de aquella maravillosa reconciliación entre la divina justicia y
la divina misericordia, que constituye esencialmente el misterio trascendente
de nuestra salvación. Muy a propósito dice el Doctor Angélico: «Conviene
observar que la liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo, fue
conveniente tanto a su justicia como a su misericordia. Ante todo, a la
justicia; porque con su pasión Cristo satisfizo por la culpa del género humano,
y, por consiguiente, por la justicia de Cristo el hombre fue libertado. Y, en
segundo lugar, a la misericordia; porque, no siéndole posible al hombre
satisfacer por el pecado, que manchaba a toda la naturaleza humana, Dios le dio
un Redentor en la persona de su Hijo». Ahora bien: esto fue de parte de Dios un
acto de más generosa misericordia que si El hubiese perdonado los pecados sin
exigir satisfacción alguna. Por ello está escrito: «Dios, que es rico en
misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos
muertos por los pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo» [32] Ef 2, 4; Sum.
theol. 3, 46, 1 ad 3: ed. Leon. 11 (1903) 436.
Redentor, en su cualidad de legítimo y perfecto Mediador nuestro, al haber
conciliado bajo el estímulo de su caridad ardentísima hacia nosotros los
deberes y obligaciones del género humano con los derechos de Dios, ha sido, sin
duda, el autor de aquella maravillosa reconciliación entre la divina justicia y
la divina misericordia, que constituye esencialmente el misterio trascendente
de nuestra salvación. Muy a propósito dice el Doctor Angélico: «Conviene
observar que la liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo, fue
conveniente tanto a su justicia como a su misericordia. Ante todo, a la
justicia; porque con su pasión Cristo satisfizo por la culpa del género humano,
y, por consiguiente, por la justicia de Cristo el hombre fue libertado. Y, en
segundo lugar, a la misericordia; porque, no siéndole posible al hombre
satisfacer por el pecado, que manchaba a toda la naturaleza humana, Dios le dio
un Redentor en la persona de su Hijo». Ahora bien: esto fue de parte de Dios un
acto de más generosa misericordia que si El hubiese perdonado los pecados sin
exigir satisfacción alguna. Por ello está escrito: «Dios, que es rico en
misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos
muertos por los pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo» [32] Ef 2, 4; Sum.
theol. 3, 46, 1 ad 3: ed. Leon. 11 (1903) 436.
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