Hemos llegado, amadísimos hermanos,
al día deseado, al día de la Santa y Venerable Virgen María. Entréguese nuestra
tierra, honrada con el nacimiento de una Virgen tal ilustre, a los más alegres
transportes de júbilo. Ella es la flor de los campos, de la cual ha nacido el
precioso lirio de los valles, con su parto se ha cambiado la suerte de nuestros
primeros padres y se ha borrado su culpa. La sentencia de maldición: “Darás a
luz a los hijos con dolor”, dictada contra Eva, no se aplicó a María, la cual
dio a luz llena de gozo al Señor.
Eva lloró, María se llenó de júbilo;
Eva llevó en su seno un fruto de lágrimas, María un fruto de alegría, ya que un
dio a luz a un pecador y la otra a un inocente. Por la madre de nuestro linaje
entró el castigo en el mundo, por la de nuestro Señor, la salvación. En Eva se
halla la fuente del pecado; en María, la del mérito. Eva nos perjudicó,
dándonos la muerte; María nos favoreció, devolviéndonos la vida. Aquella nos
hirió, éstas nos curó. La desobediencia ha sido reemplazada por la obediencia y
la incredulidad por la fe.
Puelse ahora María los instrumentos
músicos, y que los ágiles dedos de la Virgen Madre hagan vibrar los tímpanos
con festivas modulaciones. Respóndanle gozosos nuestros coros, y que en dulce
concierto nuestras voces alternen con sus melodioso cánticos. Escuchad los
inspirados acento de nuestra cantar: “Glorifica mi alma al Señor, y mi espíritu
está transportados de gozo en Dios, mi Salvador. Porque miró la humildad de su
esclava he aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las
generaciones. Por que hizo conmigo grandes cosas el que es todopoderoso, y cuyo
nombre es santos”. Así, pues, el prodigio de una maternidad completamente
nueva ha remediado una falta que nos había perdido, y el canto de María ha
puesto fin a los lamentos de Eva.
Sermón de San Agustín, Obispo
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