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Desde muchos años atrás el primero de Mayo era celebrado en el mundo obrero como fiesta profana del trabajo, con manifestaciones publicas y discursos las más de las veces de tono anárquico y revolucionario, sembradores de odios de clases y de terror. Deseando el Papa Pio XII poner un remedio cristiano a tamaño mal, convirtió la antigua fiesta litúrgica del Patrocinio universal de San José, de mediados de abril, en fiesta de San José Obrero, que fijó precisamente el 1 de Mayo, para dar a los trabajadores de toda clase, del brazo y de la inteligencia y de cualquier otra actividad humana, un protector celestial y un modelo perfecto, y para despertar en los hombres, en medio de las luchas angustiosas por la vida, sentimientos de resignación y de santa esperanza, que es lo que falta más en el mundo atormentado de hoy. De este modo la Iglesia confía, una vez más, a la acción de la Liturgia la doble misión providencial de transformar en cristiana y conciliadora una fiesta profana y antisocial, y de elevar el trabajo de todo orden a la noble categoría de servicio de Dios y de negocio para el cielo. Tal es, en efecto, la finalidad excelsa de la ley del trabajo, que todos, cada cual a su modo, debemos cumplir, como la cumplió el Artesano de Nazaret.
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